Teoremas del asombro: Israel Ruiz Cumba
El poeta sabe quién se lava los dientes
frente a él cada mañana mirándolo desde el espejo y se reconoce en el principio
de identidad que lo salva de la locura: es el poeta mismo. Y para mejor
reconocerse sabe la tragedia de la melancolía en las tardes y le da el nombre
de recuerdo. Presencia y tiempo lo constituyen pero lo hacen con la doblez de
la luz: el asombro de ser en sí mientras se está yendo. El poeta vive en lo
mismo, ama lo mismo, se decanta contra la fugacidad de lo mismo, pero se
asombra, como si siempre las cosas fueran nuevas, como si no fueran a conocer
el cambio del mañana. Contradictorio, el poeta se asoma para ver el sol cada
mañana porque lo ama y quiere verlo, y, apenas mira el astro se persigna y
dice, ¿pero cómo, tú ahí de nuevo?
Raro el
poeta que se asombra de lo que quiere apresar. Y para no caer en la locura de
la contradicción, o cuanto menos para sobrellevarla, la teoriza, le asigna un
presunto orden de comprensión y cordura para poder cerrar la boca que permanece
abierta mirando las cosas que él mismo ha construido en belleza.
El poeta
Israel Ruiz Cumba lo hace estableciendo unos teoremas que le permitan
comprender en lo posible el asombro del mundo. Del mundo síquico, ese estar
interno con que vive, y de ese otro mundo que corresponde a la res que
Descartes llamó externa y Heráclito nombró como un río. Da cuenta de estos
teoremas en su último libro, Teoremas del asombro.
Tan raro
como lógico: el primer registro de su asombro es el asombro mismo: la poesía
que nos encandila y pasma frente a lo que vemos. En Teoremas del oficio,
primera parte del libro su primer teorema viene forzado: es sobre el oficio que
llama de escriba, su ejercicio poético. La proposición a esto (que tiene la
obligación de ser básica para ser el sostén de lo restante que viene luego) es
que se ejerce (el oficio, la poesía) sobre “un fenomenal tapiz”. Esto es, sobre
un mucho que es divergente y ordenado en sí mismo (tapiz), y que solo se
presenta incidentalmente en el tiempo (fenomenal). Y la aprehensión de ese
tapiz efímero se recibe en claridad y en esa misma claridad se apaga por
des-lumbramiento:
“Soy aquel
que teje ciego con luz…”.
(p.11)
Y de ahí, de
ser ciego por tanta luz cegadora, se deriva en un oficio que se ejerce,
forzosamente, sobre un “arte impuro” (no se ve, no se acierta en su
comprensión) y se aborda un arte que no es nunca estable pero es siempre el
mismo. Pero, aun en la evanescencia e inaprensión el oficio viene forzado:
“Soy la
soberana araña
que hila su
red en el espejo
y en el
tiempo deja estela precaria queriendo ser casa.”
(p.11)
El teorema
parece establecido: el poeta, ciego de luz, “a-sombro”, quiere hacer sobre un
mero reflejo (espejo) casa, nostalgia habitable para el entendimiento de lo
efímero. Israel Ruiz Cumba encuentra casa en la telaraña de su poesía, porque
el poeta vive en el trasluz (para los derrideanos cultos: en la deconstrucción)
de la palabra.
Y no lo hace
necesariamente por elección propia, sino que nace destinado a. Y ese es el
segundo teorema del oficio. Israel, del pueblo costero de Humacao (para los
cultos que necesitan referencia, otro Mediterráneo pero con una historia más
íntima y pequeña) quiso ser marino,
“Una vez
pensé que mi camino era el mar…
Pero me buscaban los
nombres claros,
las palabras
oscuras me
acechaban…”
(p. 12) [énfasis
suplido o restado, no sé, el texto está libre de academia]
Y una vez
tomado por la vocación irreductible de las palabras, cegado por la luz de las
cosas, sobreviene esa gnosis poética que se llama locura. El poema El loco es
la rendición de cuentas de la condición del poeta: hago lo que hacen, lo hago
como lo hacen, me visto como se visten, pero no parto ni llego de dónde parten
o llegan los otros. Y se introduce entonces la otra parte del teorema: la
gnosis poética, la locura, que no padece del vicio de ocultarse sino de la
desfachatez de mostrarse: el poeta forzosamente visible, de un oficio público,
un ser tímido de un oficio audaz.
En el poema Exhortación del loco
se hace esta nombradía de fe pública en la gnosis poética:
“No
sé a qué le tienen tanto miedo
Si
yo soy el loco perfecto,
¿no me ven
en la mirada perdida
y en el
vicio incurable de la escritura”
(p 13)
Y entonces,
y solo entonces, en medio de la poesía, llega el tiempo como argamasa del
oficio: y se establece la tragedia: tomado por la vocación, ciego, difuso y
loco por la belleza, de repente te enteras de que vives pero habrás de
marcharte.
“De repente
el día:
Potro
rabioso galopando hacia la sombra.
¿Qué
oponerle, en verdad, qué oponerle a su paso?”
(p 15)
Y queda
rendida la última proposición del teorema. El escriba recibe, para su oficio,
el dictado de la belleza que es la disolución en sí misma. El poeta recibe el
dictado del tiempo.
Y ya visto
eso, que no es poco sino mucho, Israel dice (se atreve a hacerlo) cuál es la
herramienta del oficio de escriba, el poema.
-Disgregación
zen antes de mencionar el poema en que lo hace: no explique la belleza de un
atardecer. Usted dice algo sobre el atardecer o señala su belleza, pero no la
explica, para eso está la tarde. Por lo tanto, no voy a hablar del poema
titulado ¿Qué
es un poema? No lo voy a hacer. Es demasiado bello. Es un poema
“zapata”, es decir, un poema madre, nodriza, puerto, atracadero o despegue, qué
sé yo, pero que incluiré en una antología que no estoy
haciendo titulada Antología íntima
universal de los poemas bellos. Aclarado ese punto cierro la disgregación
zen-
Impulsado
por los Teoremas
del oficio vienen los Teoremas de las
formas en fuga. Estos poemas podrían constituir la mejor parte del poemario
como no fuera que las demás partes también lo hacen. En la presentación del
tiempo y sus expresiones, tema tan de siempre y tan de nunca (la Iliada es la
historia de un cansancio, diez años de lucha y
ya querían volver a casa) se toma de frente, se establecen teoremas sobre
él devenir, aunque no lo parezca, pues el poeta se declara insolvente de
palabras frente a un tiempo que lo evapora sin recato. En el poemario (que en
su construcción no habrá seguido ese orden) el asombro frente al tiempo se
constituye en un cuestionamiento de su imposible no existencia.
El primer
poema de esta parte, Teoría del tiempo,
se decanta tanto por la inefabilidad del tiempo como tema así como la
aceptación física de su inmanencia:
“Si un
pájaro,
cualquier
pájaro de dos alas pleno…
detuviera su
vuelo en la absoluta mitad del aire,
¿qué sería
de la tarde
y su destino
de sombra?”
(p23)
Esto es, si
lo que se define en sí mismo por su movimiento, (un pájaro, no una ave, arrebol
de ternura innecesaria contra la tragedia, sino un pájaro en
su dureza descriptiva) se detuviera en el espacio de la acción-vida,
se detendría el mismo tiempo, en una imagen en donde el más intrascendente de
los relativos, el espacio de vuelo, se torna en absoluto, como si detenernos en
el día nos sacara de la vida misma.
-Segunda
disgregación zen para el gusto del monje: ¡qué lástima que el poema
no finalice en ese verso y añada dos estrofas luego de esa interrogación
fatal!- Aun así, junto al poema de José Luis Vega de Yo soy el Cuervo,
es uno de los poemas más bellos de la lírica puertorriqueña en donde se
mencionan pájaros de vuelo y será incluido en una antología que no estoy
haciendo sobre estas aves. Fin de la segunda disgregación zen.-
Esta segunda
proposición de su teorema sobre el tiempo finaliza con una advertencia velada
al lector indicándole que los teoremas son poéticos y no matemáticos. Esto,
presentado la inefabilidad del asunto tratado:
“¿Qué
tendría yo que decir del tiempo
que no fuera
que pasa
y es
despiadado
e inmenso
y que ocurre
en las cosas más pequeñas e invisibles…?
(p 24)
Las
proposiciones de lo inescapable e inefable del tiempo encuentran su punto
álgido: el sujeto que mira la forma fugaz y no puede enunciarla con exactitud,
también padece de fugacidad. Es susceptible de morir incluso por esa fugacidad.
Pero solo susceptible. Porque la muerte en sí misma, como en el caso de
Epicuro, una vez que ocurre se deshace. Por tanto la muerte se constituye en
teorema poético no en su ocurrencia, sino en la tragedia de su posible
eventualidad, es decir, en su conocimiento de evento inescapable resultante del
tiempo que se observa. Y ese es el meollo poético que causa asombro. Las formas
están en fuga, y poeta va con ellas… y lo sabe. Y ese pathos que
resulta del equilibrio de lo que se está marchando contra el dolor del poeta
que quiere su permanencia, es el nervio central de la proposición:
“Darse
soberbio al silencio al que tanto se teme.
No ser más
que un músculo rojo que late.
Olvidarse de
que tal vez
No se verá
nunca más a los que se quiere.”
(La fe del que
duerme, p. 29)
Incluso la
ciudad, que son calles, casas, edificios, a los que ni la física cuántica más
osada puede negarles solidez y dureza, también es forma fugaz, y no solo lo es
en ella misma y su eventual difuminación, sino como hija de la imaginería de
sus transeúntes y como fuente de recuerdos en sus paseantes. La dicotomía del
fenómeno que causa el asombro del poeta reside en que el fondo de la ciudad,
que es la utilidad y convivencia de sus habitantes, se ampara, precisamente, en
la fugacidad de esos habitantes. Y esto resulta, como un círculo vicioso
inagotable, en la fugacidad de la ciudad misma: el espectador, al mirarla, la
ve desaparecer:
“Ciudad, tú
no existes…
Porque tú no
existes,
le presto a
tu geografía mi pulmón
para que
respires
y exista el
olor de tus rosas…”
(Ciudad, tú no
existes… p.30)
En esa
lírica de la ciudad se presenta el poema de corte impresionista de Las muchachas se ríen
en el bar seguido del poema Calle San
Sebastián, los primeros poemas escritos en tiempo presente, en un
aparente contraste con el segundo, cuyo tiempo es el pasado. Pero, en la línea
curva del tiempo ambos estadios son el mismo pues pertenecen al recuerdo.
El poema
siguiente, La
Sed, como todos los poemas del libro, es un poema en sí mismo. De hecho,
todos los poemas de este libro deben leerse y disfrutarse como piezas
independientes unas de otras, porque lo son, y en un alto grado. En este poema
tratamos con un caballo que, bebiendo nada, cree beberlo todo, y con esa falsa
nada se sacia. Visto así, igual puede leerse como la historia de un caballo
tonto que como la de un caballo trágico y en ambos casos, como poema, está muy
bien logrado. Lo que ocurre es que el poema está engarzado en un libro que lo
sobresee. Lo toma para un valor distinto, y se constituye en el valor
reflexivo, filosófico, del poema. En este poema la sed es el ansia humana de
permanencia que, en apego o desapego, nunca está saciada.
-Tercera
disgregación zen. No se afirma que el poeta, ni lo humano en sí mismo, tenga un
ansia absoluta de saciarse. Solamente se dice que no se sacia pero atraviesa el
espejismo de hacerlo. El teorema del poema evoca la tragedia declarada en el
Eclesiastés: Todo lo hizo hermoso
en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el
hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin.
Eclesiastés 3:11, esto es, la hermosura de la
fugacidad se posee desde la contradicción de ser observada por una criatura que
posee la eternidad en su corazón [también mortal])-
To be or not to be es una gran cuestión, pero lo
lamento, El
caballo de Heráclito, poema siguiente que bien valdría como horma para la
construcción de poemas cortos, la supera. La solución de la fugacidad del
tiempo en medio precisamente de no solucionarlo, es un poema que no debe leerse
mucho: también la cordura tiene su valor aunque sea funcional.
“El caballo
bebe ansioso del móvil cristal del río
y se va.
El río besa
ansioso los belfos sedientos, enfebrecidos,
y se va.
¿Cuánto del
río se va en el caballo;
cuánto del
caballo en el río se va?”
(p
36)
Dudas y deseos de Pegaso joven, poema excelente en tanto poesía, es, en
razón del plano filosófico del libro, la concatenación lógica a la que debe
llegar el asombro ante el tiempo: lo estático, aunque bello, quiere probarse en
el movimiento mismo que habrá de traicionarlo.
Un tercer
asombro hay. El del amor y su presencia. Si ya el libro ha oscilado entre el
asombro del mundo interno (oficio) y el externo (tiempo), ahora descubre el
punto que los ata, el apego o amor, eterno o efímero, según sea del corazón o
del orificio diría el poeta. Pero ese amor que se mira con asombro se presenta
vasto y extenso y cubre varios estadios del ser sin aparcelarse perennemente en
ninguno.
Los Teoremas de la Summa
Amatoria, tercera parte del poemario, parten con un denso verso de Gonzalo
Rojas a manera de epígrafe, ¿Qué se ama cuando se
ama? Tanto el título como el epígrafe, uno, la Summa, como la de
Aquino, para tratar de totalizar lo inefable, y el otro, el epígrafe, para
sugerir que todo amor es trascendente a sí mismo y quien ama una mujer o un
hombre ama el cosmos y sus consecuencias, anuncian que el asombro ante el amor
es una constante vivencial del poeta.
El primer
texto, prosa o verso largo y encadenado (la distinción no me es clara ni
necesaria), La
felicidad, sitúa al poeta en una niñez eterna al referirse a un tiempo
pasado que no fue mejor sino permanente por lo acogedor de la memoria que
evoca. El texto se construye sobre la inocencia de la imaginación, de la
apetencia buena de los sentidos gustativos y sexuales, y de los retazos de
soledad de un niño que mira al mar excluido de la posibilidad de participar en
los deportes comunes de los otros niños por su falta de habilidad. El niño, así
puesto, es todo pulso quieto, un dínamo adocilado que, en medio de su despertar
(aun ignorando que despierta), se solaza, en medio de su voy y me quedo, en un
túnel de bondad que se cobija bajo el eslogan de un hombre bueno llamado
Pacheco que le repite “Felicidad empieza con la ‘F’ de Fillers, quédate en tu
niñez.”
-Cuarta
disgregación zen. Al monje le encanta el poema y lo embarga de una sinestesia
de luz, calor y olor a sal total-
Los
siguientes poemas, ¿La mirada es el
espejo del alma?, Viendo la película Cinema Paradiso, Milagro de este viernes,
Añoranza del paraíso, Habla el hereje enamorado, Intuición de un adiós, danzan
alrededor del amor como nostalgia de las cosas, y como deseo,
descubrimiento y encuentro físico del otro. La proposición aquí es clara: no hay
proposición ninguna que no sea la aceptación y el solaz de lo que ocurre. El
amor está ahí, creando goce y memoria y, de alguna manera, burlando al tiempo
de la mortalidad humana.
En Milagro de este
viernes la proposición de que el amor es una totalidad cuya
característica principal es poder particularizarse, cobra vigencia. La poesía
como cobertura (embodiment)
o representación del amor es, a su vez, tomada por una
representación visible, concreta, que la asume: la mujer. El poeta, que no
reduce su asombro a una sola expresión del amor sino que reclama la amplitud de
su trascendencia, no por ello declina el encuentro físico amoroso donde ve
solaz y trascendencia a un tiempo. La única Summa o totalidad presente en el
mundo de los sentidos.
-Quinta
disgregación zen. Ni el budismo tántrico ni el Kama Sutra del kundalini son
lectura obligada. Pueden intuirse en poemas como este.-
El próximo
poema, Salvando
el polvo, trabajado en esa forma que llamamos poema es una escuadra
excelente. Debería estar incluido en una antología del poema con humor -no
tienen que ser humorísticos- en Puerto Rico.
Casi como
cosa obligada los poemas de cumpleaños son expresiones tristes. En Israel Ruiz
Cumba no es para menos. La reflexión ante el paso del tiempo no se hace para la
auto congratulación, sino porque de alguna manera nos sentimos en débito con la
vida. Cumpleaños
número 45, el siguiente poema, es, desde esa expresión, un punto de
equidistancia entre los recuerdos y la esperanza en medio del sopor que da el
paso del tiempo. ¿De qué se asombra aquí el poeta? De nada. ¿Cuál es la
proposición del poeta? Ninguna En medio del camino solamente está lo que estuvo
en su partida: la escritura y la espera.
Antecedido
por el poema Conjuro
de amor se presenta entonces Confesión del egoísta,
donde el poeta, detenido en el punto de su media vida, ese cruce donde pasado y
futuro se sueñan iguales, mira, con asombro o sin él, que su soledad íntima y
dolorosa se ha establecido como tema ineludible en su quehacer poético.
“Yo hubiera
querido ser de otro modo, escribir cosas más relevantes para lo humano. Ser
alegre y no hablar tanto de mí mismo. En verdad que hubiera querido
decirles cosas de apretada casa junta como me vi tentado a hacerlo.”
(p 57)
Sin embargo,
visto el amor que el poeta ha mostrado por sus cosas en los anteriores textos
el lector no puede estar seguro de que el poeta haya querido apasionadamente
tener una expresión poética distinta a la de su dolorido sentir.
Todos los textos, incluida la Confesión,
indican que es precisamente esa soledad lo que le brinda la hondura poética a
Ruiz Cumba… y esa fatalidad no puede renunciarse.
El último
poema explica en lo obvio por qué la Summa es Summa, o por qué el Todo es el
Todo. Poesía, tiempo, vida, mujer, amor, muerte, todo es un mismo depósito en
la inevitable disolución de las cosas. Visita de la
muerte (monólogo), hermoso y doloroso poema, es el teorema que no se
resiste a sí mismo. La entrega. El asombro que se abuele a sí mismo. Recibiendo
a la muerte como a su amada le dice,
“Como fiel
amante tendré que destruirlo todo
Para que no
haya nada ni nadie antes o después de mí.”
(p 58)
Y está
dicho, es el último poema.
La historia
de la lírica puertorriqueña está por hacerse, incluso en un país como el
nuestro de variadas antologías. Todavía no se ha escrito nada más épico que el
romance castellano. Dar cuenta de sí, volcarse, es dar cuenta del mundo. Este
libro lo hace. Da cuenta de un poeta y con esa cuenta, de un mundo y un
entorno. Esa antología, que desmoche falsedades y falsos dolores y
padecimientos que más reales serían si no fueran proclamados buscando
reconocimientos, me tienta. La última ocasión en conversarla, para que queden
las cuentas claras, fue con el poeta Jan Martínez. Si un día se hiciera los
poemas de Israel Ruiz Cumba serían obligados.
Libro de
poemas que se lee dos, tres veces y más, es poesía. Este es uno de
ellos.
Que valga el
juicio de la lectura un viernes, a 6 de julio de 2018
Vale
Gilberto
Hernández
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