El bueno de Arnaldo Sepúlveda se ha lanzado,
como tantas veces dijo que haría, a las aguas del río Hudson
Bueno,
posiblemente se trate de la palabra, querida, apetecida o forzada. Pero cumplió
con ella, con su palabra, porque la quiso, o porque la tuvo forzada. Arnaldo
Sepúlveda ha muerto. A su edad. A la edad de morir, como decía. A su fecha,
como tantas veces me aseguró que haría, pues, en los últimos tiempos, cuando ya
cedí a creerle, comencé a pedirle que no lo hiciera. Que no me parecía
literatura sin sentido aquello que le decía Sancho a don Alonso Quijano, de “No
se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años;
porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir
sin más no más, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.” Pero quizá,
ya al fondo de las cosas, no se haya dejado morir sino que otras manos, las
propias cuando se alejan, le hayan matado.
Hicimos
estudios en el 1984 en el Centro de Estudios Avanzados, allá en Casa Blanca.
Desarrollamos la amistad que se da entre el locuaz y el silencioso, esto es, el
disfrute ajeno que acerca y hermana. Un día, recuerdo, llegó con prisa a
decirme que con igual prisa se marchaba. A Nueva York, donde tenía amistades
provenientes del grupo Rácata, del que había formado parte, y respondiendo a un
amor exigente que reclamaba su presencia, la que más tarde pasaría a ser “Popa”
en uno de sus libros. Y como siempre hizo, cumplió su palabra y se marchó.
No sé cómo,
ni recuerdo por mediación de quién, pudimos contactarnos, esta vez él
advirtiéndome que el libro “Sangre y Clamor”, que se presentaría en San Juan,
no podía ser representativo de su poesía y que él no avalaba la presentación
del mismo mientras él se encontraba en Nueva York. No obstante, esa noche acudí
a la presentación y disfruté lo que pude de la misma: cuando se enteró me dijo
que no le importaba mi acción indisciplinada a su amistad, con tal de que no
gustara del libro. Pero había un poema escrito sobre la caída del franquismo
que en aquel momento, y en este, lo tomé y tomo por bueno.
Nos
encontramos años después. Tras la publicación de “El libro de sí” por el
Instituto de Cultura. Había dejado sus labores de traductor en el Tribunal
Supremo y comenzó un periplo de visitas a mi trabajo donde me buscaba para ir a
almorzar o a tomar un café en el Starbucks de la calle Tetúan. Allí me entregó
los manuscritos de sus libros y me comentaba de los ángulos, espinosos y
tristes, de su personalidad introvertida. Partió a Guatemala, a visitar a su
hermana y a su sobrina y llegó renovado, pero más convencido que nunca de las
fechas de su fatal calendario. Las muchas y las tantas que me habló de eso le
pedí que se dejara de tonterías pero él insistía diciéndome: “donde la salud no
me tome, lo hará la melancolía”.
Estaba
desencantado del ambiente literario del país y de lo que entendía eran golpes
dolorosos recibidos. Le acomodaba, decía, que no me importara nada de los
infortunios literarios del país, y que de alguna manera ambicionaba alcanzar
esa actitud “búdica” que me atribuía. Lo hizo, yo sé que allá, en las frías
aguas del Hudson, tiene que haberla alcanzado.
Hay personas
que cuentan sus risas y los motivos para darlas. Arnaldo era una de
ellas. Conversamos de todo, y se rio de todas las cosas que tomaba por
tontas. Me habló de su amada hermana, de su hija sobrina, de los amigos idos, y
de los amores buscados. Con sus textos en mis manos, con su dolor, su acerado
tono agrio, o bien de lo que tomé por bueno llamarlo odio, no intervine,
siquiera en sugerencia o parecer, con sus filosos apuntes de sus recuerdos
literarios, los que, decía, alguna vez le habían dolido. Pero reía: anoto,
apunto, me reitero en que, con todo y casi por todo, reía.
Hace un
tiempo, semanas, meses, no sé, me dirigía hacia de San Juan a Río Piedras,
cuando un transeúnte que caminaba por una de las aceras de la avenida Fernández
Juncos, se me pareció a Arnaldo. No puedo precisar si era él. Temí detenerme.
Hacía años que Arnaldo no escuchaba. Un grave impedimento auditivo le había
minado esa facultad. Y, una mañana, mientras desayunábamos, no sé qué dije, y
no sé tampoco qué él escuchó. Lo cierto es que mientras más trataba de
aclararle, más se perdían los conceptos y con ellos, nuestra amistad. Dejó de
hablarme, de pasar por el trabajo y, en consecuencia, de decirme de sus cosas. Cuantas
veces traté de contactarlo, enganchaba su teléfono.
Encontrábamos
el título de “Sangre y Clamor” demasiado castizo. Pero, a fin de cuentas, así
son las profecías. Pura sangre y clamor. Hoy, como siempre, cumplió. Estableció
su profecía, y como único sacerdote de creencias, cumplió con su fe yéndose de
este mundo. No sé qué palabra dije, no sé qué escuchaste, Arnaldo, pero si
ambos estamos equivocados y existe una vida después de esta, escucha la palabra
que debí decirte en aquel momento. Te quiero,
hermano, te quiero.