A decir
del movimiento físico no existe la dirección determinada en ningún sentido en
el campo del vacío: arriba, abajo, izquierda o derecha pierden sentido en el
cosmos, lo que sería un caso infinito, si no fuera por el movimiento, especular
con las referencias de las cosas. Así, existe, tan sólo, el diferendo
coordinado, análogo, a nuestro sentido. El camino del cosmos, por ejemplo, se
conoce sólo por analogía, por un “es más o menos igual”, en relación a nuestra
referencia, el planeta Tierra.
La
dispersión de los fragmentos en el Todo, como se supone que se muevan a partir
del Big Bang, es casi uniforme. Tras aquella presunta explosión ‑¿quién escuchó
su ruido, quién lo atestigua?‑, lógico es que todo fragmento salga hacia todo
lugar, pues nada existe para contenerlo. Sin embargo, en relación a lo que es
para nosotros el plano de las coordenadas, las ondas de radio con que captamos
ese movimiento parecen indicarnos que los fragmentos se dirigen con mayor
aceleración hacia el oeste. En otras palabras, que el Big Bang se produjo, en
nuestra relación, desde el Este, y su movimiento se acelera hacia el Oeste.
Valga entonces lo que Rosacruces, los Iniciados, los adeptos y fraternos decían
en sus secretos por todos conocidos: todo viene del Oriente.
A este
movimiento llamo Lao Tsé “El Camino”. No la diáspora sin sentido, sino la
consecuencia interesada en forma, en origen y causa, y quizá en destino. Lo que
no sabemos es cuál es ese destino, si dispersión o contracción, o, lo que es lo
mismo, encuentro o pérdida. Porque no sabemos ni atinamos a decir del futuro lo
que decimos del pasado. De ayer, salvo olvido, lo afirmamos todo, pero de
mañana, salvo locura, no atisbamos nada. Y así decimos Oriente sin atrevernos a
decir Poniente.
Pero la
posibilidad de decir cosas es infinita, incluso para agotarse. Todo puede ser,
conforme el camino de las estrellas y las galaxias. Ellas se alejan aún cuando
las ignoremos, y se dirigen a un nuevo encuentro en un otro Big Bang, o la
dispersión más fría, avocada, fatalmente, al olvido de la materia.
En
razón de esto creo que es mejor citar a quien dio por pensar, sabiendo que todo
venía de Oriente, en la sutil semejanza de las cosas. Hermes Trismegisto
afirmaba, allá en el siglo V, que como arriba, también es abajo. Es decir, todo
tiene su plano de correspondencias y semejanzas.
Conforme a esto, así son las relaciones
humanas, la vida frágil, tierna, de lo humano. Nótese sin sorpresa la más sutil
de las transparencias: si del rostro de la mujer podemos decir que es su
Poniente por ser su parte superior, repárese que Oriente sería el plano bajo
desde donde expulsa las criaturas que poblamos el mundo. Y es que, también nosotros,
venimos de Oriente, de un big bang pequeño, coartado de partos, que nos trae
sobre la Tierra. Y ya aquí, caminando y haciendo gerundios diarios como si las
acciones no tuvieran tiempo y fueran infinitas, marchamos, aunque no reparemos
en ello, hacia un final indefinido, incierto, paralelo al del Cosmos, del que
todo pensamos pero nada sabemos. Somos sin saber hacia dónde. Pero marchamos,
caminamos hacia el encuentro o la dispersión, hacia la memoria o el olvido.
Porque por lo menos algo sabemos de las cosas y de nosotros: todo viene de
Oriente, hasta el amor, y todo marcha a Poniente, como el fuego.